La
caminata por el sendero hasta el mirador fue larga y complicada. Hacer el
camino atravesando tanta naturaleza y resistiendo romper su entretejido, tenía
su precio, su desafío. No pude evitar que mis pasos hicieran crujir hojas y
ramas caídas, que junto con la humedad de rocíos atrasados formaron una
argamasa que se pegaba en la suela de las zapatillas. Al rato mis piernas me
pesaban más de la cuenta.
Recuerdo
que en un descanso de la caminata, me senté sorbe un tronco caído y con una
ramita me fui quitando el peso del barro de mis pies. Con desgano comprendí que
no me servía alimentar con lágrimas algo parecido a la desazón, al desamparo.
No me salía. Se quedaban atoradas, haciéndose impulso para seguir avanzando.
Mi mirada
se pierde en la espesura. Siento que no voy a llegar. Me faltaba la ventana a
través de la cual hice la larga convalecencia, con mi necesidad de entender las
claves. Mis estúpidas claves.
Siempre
me atormentó entender. Mejor: no entender algo. Trataba de entenderlo todo, pero
terminé siempre abrazando la angustia de no entender nada. Lo fallido.
¿Lo
fallido sobre el infinito donde se diluyen los “encantos de la vida”? ¿Sobre lo
fallido? ¿Escribir sobre lo fallido? Una risotada retumba en los rincones de mi
mente para trascender sus límites. “¿Será solo locura?” me preguntaba luego de
haber intentado moverme, mientras lo blanco dominaba a mis espaldas, buscando
el silencio de mi cajita mágica de palabras, hurgando para rescatar una sola
que sirviera de escalón y puente.
Pero sí,
llegaron allí al fin. De nada sirvieron las puertas fantasmas, engañosas, con
las que procuré distraer sus urgencias. Me atropelló el miedo infinito de
instantes licuosos, que derramaron sorbe mi la postración. Postergación.
“¡¡¡Detengan todo, que no puedo…!!!” Decía. Y me atropelló arrojándome a un desgano
tortuoso, cautivo.
Pero no.
Primero fue postergación. “Preciso tu ensueño” me dijo, “yo que me abraces” le
dije.
Y me pasó
por arriba la vida. Arrojándome al vacío trastabillando contigo en un te quiero.
Quedé mirando, como dije y me di cuenta, a través de la ventana. Te ibas quedando
a mi lado. “Sos un paranoico de mierda, claro que te quiero”, y me postré para
no dejar huellas.
Los
pájaros cantan en derredor mio, agradablemente. Me aceptan como un habitante
más en el transito por su bosque. Se iba haciendo un poco mío también en un sentido
de propiedad colectiva.
El
paisaje contiene aromas profundos, agradables como murmullos que mueven cosas
buenas. Que uno puede contener en uno mismo. Se agitan hasta aquellas que uno
ni sabe que tiene.
Me
encuentro mirando desde el mirador natural y oculto en la espesura. No más
ventanas. Contemplo la vieja casa que, al pie del cerro, se había borrado de mi
memoria. La voy reconstruyendo dentro de mí con los retazos que dentro de mío
reconocen perfumes, aromas de infancia y adolescencia arrebatadora,
presuntuosa. Fue en sueño, pero ahora está allí.
Me viene
al alma que salí de aquel cuarto blanco, a través de la ventana-mirada volando
como pájaro. Ejercicio de mover mis manos, mis brazos, mis piernas en mi
mente-alma, creando puertas engañosas. ¡Je!, nadie podía encontrarme cuando
abría una. Yo no estaba allí, apenas dejaba un murmullo.
Voy
bajando ahora senderos verdaderos que me marcan el camino de un descenso. Descanso
del crujir de hojas y ramas. Voy apartando con mis brazos sin lastimar
matorrales cautivos de caricias y raspones, heridas de peaje al sentimiento.
“Usted ya
puede caminar. Tiene que poner fuerza de voluntad. Nada más”.
Amar es
el verbo, boludo. Esa es la acción.
Pero la
voz retumba levemente ahora en mi cabeza, mientras me aproximo a los fondos de
la casa, ya en la base del cerro, puerta que se abre al verdadero mirador.
Ya no doy
tumbos, ni voy a tientas. Entro a la casa por el fondo. Sé que debo ir hacia el
frente, a la verdadera ventana-mirador como lo imaginé. Las habitaciones se van
mostrando a mi paso pero no me detengo más que para ir rozando apenas las
puertas entreabiertas. Me dejo abrazar por el leve calor de los rayos del sol
que entra por las ventanas.
No me
detengo hasta que llego a la puerta de entrada. Al lado de la puerta, un
luminoso ventanal, a pesar de las cortinas transparentes. Abro sus hojas de
para en par. La brisa me envuelve. Una brisa cálidamente fresca, de mar. Con
aroma duro, salitroso, de tierra-monte-mar mojado conmueve mi necesidad de ser
conmovido.
Abro la
puerta y desde el portal veo la última cadena de cerros, pelados. Sin arbustos.
Destellos de verde-amarronados que dormitan en la orilla de un borde hecho
azul, de mar. Se me ofrece un horizonte del que no me interesa saber. A los
sumo que sepa de mi.
Pero una
mano monstruosa hizo dos líneas negras paralelas que atraviesan de punta a
punta el paisaje, montadas en un terraplén artificial. Había vuelto quien me
había abandonado, dejando ese límite que me desespera. No te quiero en mi alma,
no quiero que la estrujas, la lapides, ni la arrastres más.
Cuando el
sol se oculte, todo se irá desdibujando y quedaré atrapado otra vez. Lo se,
porque no habrá luna llena que ilumine.
Quedaré a
oscuras frente a mi rubicón, si no tomo la decisión de cruzarlo, de avanzar más
allá. Antes de que pase el próximo monstruo de las seis de la tarde. No quiero
ya desandar pasos, desatando nudos humedecidos por lágrimas. Quiero que sea
inevitable reír luego de soledad.
Trabajo
realizado en el Taller de Escritura del Prof. Adrián Cabral, teniendo como disparador la obra del pintor Edward Hopper - título: Colinas, South Truro, 1930 – Hills,
South Truro – Óleo sobre lienzo 69,5 x 109,5