sábado, 18 de diciembre de 2010

Así de chiquito (Beso).

(Reescritura)
I
Habíamos al fin quedado los tres rodeados por una oscuridad infinita. Nos habían arrojado a una misión de la que no recordábamos nada. No había respuestas para tantos por qué, para qué, desde, cuando, hasta cuanto, hasta tanto. Se nos había escapado de las manos. Se sentía el vacío. No comprendo ahora, en este preciso momento, el sentido de esta espera que parecíamos habernos impuesto.
Quienes habían planificado el viaje, los que estaban afuera, en algún lugar del universo del que perdimos su cartografía, no previeron que resultaría necesario contar con herramientas adecuadas para compatibilizar las coordenadas de nuestra presencia con los latidos que hasta hace unos momentos nos parecieron desgarradores, demoledores, dejándonos en el océano de incertidumbre que nos rodeaba.
Apenas habíamos podido contrarrestar los efectos del tifón que sucedió a cada embate explosivo y estridente, con el que en momentos interminables se abatieron sobre la seguridad de nuestras convicciones, las que como rocas se iban desgranando, desarticulando. Nuestras más íntimas posesiones.
Los desechos de esas convicciones nos permitían ahora apenas mostrarnos y justificar nuestra presencia. Intuyo que por eso ocultábamos el deterioro que desmaterializante que sufríamos. Habíamos sido muchos más quienes integramos la misión, pero quedamos visibles apenas nosotros tres. Pero ahora mismo se iban desdibujando nuestros contornos.
Un tiempo atrás que no puedo precisar, pero con la sensación ocre de haber transcurrido eones, nos habían reducido y encapsulado primorosamente en un adminículo así de chiquito, arrojándonos en el interior de un cuerpo cuyos límites trascendieron la dimensión de lo posible.
En una relación inversamente proporcional a la reducción física, nos convencimos que nuestra conciencia había traspasado distintas barreras, hasta alcanzar una lógica de transparencia, que exacerbaba nuestra materialidad y nos seducía con la posibilidad de la locura.
De pronto me sorprende recordar como en un eco un ferviente debate, casi discusión antológica y agresiva respecto de si reducir la materia implicaba también reducir la consciencia de sí, la propia sensación de mismidad, traspasando el mar de vida de la contradicción existencial de la muerte y la transformación icnográfica, profundizando la supina ignorancia.
Mansamente, me pierdo y entrego al remolino, remolino que arrasa afuera con pesado aliento en burbuja obscura. Pequeñez. Me siento pequeño. Extrañeza de sentidos. El corazón, instancia inteligente, haciéndose enemigo de la sabiduría ubicada alguna vez en el cerebro. Siento que se escapan lágrimas que rebotan en zócalos de tiempo sin llanto. ¿Llorar con los ojos abiertos?
II
De pronto me detengo a observar a Número Veinte. Número Veinte.
Una situación confusa y misteriosa nos llevó a decidir el criterio de que nuestros nombres eran la expresión de números. Por una arbitrariedad que ahora nos es ajena, pero a la que estúpidamente nos sometimos. Ella quedó enmudecida y rigidizada después de la última embestida del latido que nos sacudió fuertemente y se hizo rugido.  Ya habíamos comenzado el proceso de desvanecimiento y transparencia corporal.
El ir y venir en el mar de fluido enrarecido, nos había llevado a chocar con estrechas paredes de un largo, gris y sinuoso túnel. ¡Al menos avanzábamos!, pero no nos permitimos siquiera compartir esa convicción, aun cuando era bueno registrar la percepción de que progresábamos.
Últimamente la comunicación convencional se había ido diluyendo entre nosotros.
Número Ochenta y Tres. Él si pudo recuperar la iniciativa, como era lógico: al fin y al cabo él era el jefe de la misión. No porque hubiere calificado para ello, sino porque en mayoría, preferimos depositar en él la responsabilidad de la conducción de lo que quedó del grupo.
En el momento que expresó violentamente su ira, reveló que poseía un temperamento autoritario y hasta destructivo, si solo se lo proponía. Golpeó salvajemente en aquel momento el instrumental de navegación hasta casi romperlo, mientras reclamaba contra quienes nos enviaron a esta circunstancia, y no prever la necesidad de compatibilizar y armonizar las instancias del universo que se manipulaban y lo riesgoso para nuestra existencia.
Recordaba que también habíamos participado del diseño de la misión. El reclamo de Número Ochenta y Tres era ridículo. Pero permanecimos quietos. No daban ganas ni de contradecirlo. A partir de ese momento sacó de sí fuerza suficiente como para mover el vehículo y con ello a nosotros mismos. Como si su ira se transformara en la energía amarilla necesaria para la traslación.  
Como lamiendo curativamente mis propias heridas, me recluí en el pensamiento de cuando concebí lo fantástico. La vez que lo hice por primera vez me resultó una instancia liberadora de vida, de trascendencia. Era encontrarme frente a un camino a andar. Uno distinto, realizador de anhelos, dejando atrás vivencias tristes, agobiantes, de esas que ahogan y solo te aproximan a un alivio con el bostezo, liberando el pecho a través de la garganta. Como un río que refresca y alivia la cabeza de esa presión que te acongoja.

No me creían cuando decía que se podía hacer. Podíamos reducirnos hasta más allá de lo concebible, traspasarlo y vivir la aventura. El entusiasmo que contagia y la ligereza con la que se juzgan los riesgos de toda aventura, dejó de lado la verdadera dimensión del evento, vital para la continuidad de lo humano, el cual como vivimos en carne propia, nos llevaría a quedar atrapados y con el riesgo de quedar aniquilados. La misión fue una escusa, el desafío a la soberbia con la que desdeñamos la consideración de la certeza del retorno.  

Sabíamos que podríamos iniciar el camino y que no había garantías para el retorno. Nunca se había hecho, más allá de las especulaciones teóricas. Lo claro es que no se sabía cómo volver. En el proceso nos aferramos a la primera parte de la fórmula de la vivencia de la certidumbre, de esa cuestión de que lo previsible da seguridad, cuando en realidad te hace adicto al consumo de momentos seguros, en el preciso límite que te pone ante el pantano, sin que te des cuenta. Y te decidís a dar el paso hacia delante.

Y quedamos arrojados a la aventura, con la posibilidad de afirmar el ser siendo. Nos entregamos a sentir por última vez,  sin darnos cuenta, de los límites humanos de nuestro contorno corporal que íbamos perdiendo. La cuestión fue una dadivosa melancolía que nos fue poseyendo, dejando de lado la tarea de acunar pensamientos.
Afirmo: es así como comenzamos el camino que nos llevó a la encrucijada y nos metió de lleno en el corazón que atravesamos. Un formidable músculo de fuerza prepotente de latidos de vida, seduciendo y masacrando una eternidad que concluyó siendo engañosa.
Pero me doy cuenta ahora que me aferré a ella, a Número Veinte. Por eso de no acordarme que podía recordar, pues los recuerdos trataban desesperadamente de transformarse en evidencia certera, ante la incertidumbre. Aparecían pantallazos de formas que se desvanecían lentamente, mientras contemplaba mi mano transparentándose. Y la veía a ella. Podía así concatenar el recuerdo de algunos acontecimientos. De algunas palabras que jugaban con otras fuera de mí, pero se nos va olvidando del sentido, la capacidad de compartir el sentido.
III
Habíamos tratado de encaminar la voluntad comunal, como último recurso. De apuntar la misión a buen camino, pero se nos escapó. Nos estábamos debilitando como grupo, aunque no individualmente. Dentro mío sentía una llama pequeña que podía llegar a trasnformarse en chispa y encender que se yo qué cosa.
El gran túnel por el que nos desplazamos tiempo atrás tan apretadamente, de pronto se transformó en ese gran espacio negro, oscuro, donde bollábamos sin sentido ni rumbo.
Podíamos escuchar una banda de jazz que seguía tocando, repicando en nuestras cabezas. Los de afuera intentaron con ello guiarnos, contactarnos. Eso quería creer yo, ya que atravesaba el cuerpo que nos contenía y había servido, al menos a mí, de guía. Afuera solo podían hacer eso, por no tener capacidad ya para detectarnos.
Descubrí en esa conversación conmigo mismo, que la llama apenas tenía el sentido por sí misma, que tenía que encontrar la forma de hacerla chispazo y poder así encontrar una salida.
Hice un último esfuerzo de comunicación mientras me consumía. Y discutimos al fin los tres, por última vez. Expusimos nuestros puntos, pero fue más importante lo que no se dijo que lo que se dijo. De alguna manera nos relajó tanta desazón. Llegamos al acuerdo de intentar algo cada uno, para mostrar a los demás lo mejor que podía dar, por más pequeño que fuere el evento, desde la pequeñez a la que había sido reducida nuestra existencia que se desvanecía.
Comencé yo, Número Cuarenta y Seis. Dos veces: empujé y empujé extendiendo mi posible, mientras con sorpresa surgían de mi rayos de luz azulada-platinada, logrando reconocer entre las penumbras exteriores del vacío que nos rodeaba, filamentos que terminaban en enjambres, en nudos. La luminosidad que expandía mi voluntad develaba al fin una trama neuronal, casi cósmica.
Sacudí a la Número Veinte y a Número Ochenta y tres para que compartieran mi visión. Sugerí unirnos en una intensión consensuada. Pero no me respondían. Tome la idea y se hizo chispa que encendió lo posible, atravesando ya mi trascendente carne, encendiendo el entramado neuronal para hacerlo visible y fulgente, entregando así la evidencia del deseo. 
Pudimos al fin desear.
Los tres quedamos extrañados, pero luego embelesados ante el espectáculo que se comenzaba a develarse. Las paredes del aparato que nos contenía habían cedido. Todos podíamos ver y reconocer que se iba mostrando y cumpliendo la misión: Número Veinte comenzó a radiar rayos verde-cristalizado el tiempo necesario hasta reducir lo posible a una mera molécula, que poco a poco se desprendía en átomos danzantes.
Pudimos al fin acariciar.
Número Ochenta y Tres vibró. Como nunca lo había hecho, pero no con ira. Parecía haberla superado. Dejó surgir un sonido, un canto estelar que se confundió y fundió en el espacio, transmitiéndonos su capacidad de percibir: el entramado refulgió al fin en todo su esplendor, haciéndose pasión compartida.
Pudimos al fin apasionar.
Un poeta simplemente diría que alguien nació al amor.  No importa quien, era la esperanza de la humanidad, aún cuando implicara nuestra transformación.
Lo último que compartimos fue la evidencia de que un beso, nos devolvió el final de nuestra aventura.