martes, 11 de septiembre de 2012

Miradores (un relato).


La caminata por el sendero hasta el mirador fue larga y complicada. Hacer el camino atravesando tanta naturaleza y resistiendo romper su entretejido, tenía su precio, su desafío. No pude evitar que mis pasos hicieran crujir hojas y ramas caídas, que junto con la humedad de rocíos atrasados formaron una argamasa que se pegaba en la suela de las zapatillas. Al rato mis piernas me pesaban más de la cuenta.
Recuerdo que en un descanso de la caminata, me senté sorbe un tronco caído y con una ramita me fui quitando el peso del barro de mis pies. Con desgano comprendí que no me servía alimentar con lágrimas algo parecido a la desazón, al desamparo. No me salía. Se quedaban atoradas, haciéndose impulso para seguir avanzando.
Mi mirada se pierde en la espesura. Siento que no voy a llegar. Me faltaba la ventana a través de la cual hice la larga convalecencia, con mi necesidad de entender las claves. Mis estúpidas claves.
Siempre me atormentó entender. Mejor: no entender algo. Trataba de entenderlo todo, pero terminé siempre abrazando la angustia de no entender nada. Lo fallido.
¿Lo fallido sobre el infinito donde se diluyen los “encantos de la vida”? ¿Sobre lo fallido? ¿Escribir sobre lo fallido? Una risotada retumba en los rincones de mi mente para trascender sus límites. “¿Será solo locura?” me preguntaba luego de haber intentado moverme, mientras lo blanco dominaba a mis espaldas, buscando el silencio de mi cajita mágica de palabras, hurgando para rescatar una sola que sirviera de escalón y puente.
Pero sí, llegaron allí al fin. De nada sirvieron las puertas fantasmas, engañosas, con las que procuré distraer sus urgencias. Me atropelló el miedo infinito de instantes licuosos, que derramaron sorbe mi la postración. Postergación. “¡¡¡Detengan todo, que no puedo…!!!” Decía. Y me atropelló arrojándome a un desgano tortuoso, cautivo.
Pero no. Primero fue postergación. “Preciso tu ensueño” me dijo, “yo que me abraces” le dije.
Y me pasó por arriba la vida. Arrojándome al vacío trastabillando contigo en un te quiero. Quedé mirando, como dije y me di cuenta, a través de la ventana. Te ibas quedando a mi lado. “Sos un paranoico de mierda, claro que te quiero”, y me postré para no dejar huellas.
Los pájaros cantan en derredor mio, agradablemente. Me aceptan como un habitante más en el transito por su bosque. Se iba haciendo un poco mío también en un sentido de propiedad colectiva.
El paisaje contiene aromas profundos, agradables como murmullos que mueven cosas buenas. Que uno puede contener en uno mismo. Se agitan hasta aquellas que uno ni sabe que tiene.
Me encuentro mirando desde el mirador natural y oculto en la espesura. No más ventanas. Contemplo la vieja casa que, al pie del cerro, se había borrado de mi memoria. La voy reconstruyendo dentro de mí con los retazos que dentro de mío reconocen perfumes, aromas de infancia y adolescencia arrebatadora, presuntuosa. Fue en sueño, pero ahora está allí.
Me viene al alma que salí de aquel cuarto blanco, a través de la ventana-mirada volando como pájaro. Ejercicio de mover mis manos, mis brazos, mis piernas en mi mente-alma, creando puertas engañosas. ¡Je!, nadie podía encontrarme cuando abría una. Yo no estaba allí, apenas dejaba un murmullo.
Voy bajando ahora senderos verdaderos que me marcan el camino de un descenso. Descanso del crujir de hojas y ramas. Voy apartando con mis brazos sin lastimar matorrales cautivos de caricias y raspones, heridas de peaje al sentimiento.
“Usted ya puede caminar. Tiene que poner fuerza de voluntad. Nada más”.
Amar es el verbo, boludo. Esa es la acción.
Pero la voz retumba levemente ahora en mi cabeza, mientras me aproximo a los fondos de la casa, ya en la base del cerro, puerta que se abre al verdadero mirador.
Ya no doy tumbos, ni voy a tientas. Entro a la casa por el fondo. Sé que debo ir hacia el frente, a la verdadera ventana-mirador como lo imaginé. Las habitaciones se van mostrando a mi paso pero no me detengo más que para ir rozando apenas las puertas entreabiertas. Me dejo abrazar por el leve calor de los rayos del sol que entra por las ventanas.
No me detengo hasta que llego a la puerta de entrada. Al lado de la puerta, un luminoso ventanal, a pesar de las cortinas transparentes. Abro sus hojas de para en par. La brisa me envuelve. Una brisa cálidamente fresca, de mar. Con aroma duro, salitroso, de tierra-monte-mar mojado conmueve mi necesidad de ser conmovido.
Abro la puerta y desde el portal veo la última cadena de cerros, pelados. Sin arbustos. Destellos de verde-amarronados que dormitan en la orilla de un borde hecho azul, de mar. Se me ofrece un horizonte del que no me interesa saber. A los sumo que sepa de mi.
Pero una mano monstruosa hizo dos líneas negras paralelas que atraviesan de punta a punta el paisaje, montadas en un terraplén artificial. Había vuelto quien me había abandonado, dejando ese límite que me desespera. No te quiero en mi alma, no quiero que la estrujas, la lapides, ni la arrastres más.
Cuando el sol se oculte, todo se irá desdibujando y quedaré atrapado otra vez. Lo se, porque no habrá luna llena que ilumine.
Quedaré a oscuras frente a mi rubicón, si no tomo la decisión de cruzarlo, de avanzar más allá. Antes de que pase el próximo monstruo de las seis de la tarde. No quiero ya desandar pasos, desatando nudos humedecidos por lágrimas. Quiero que sea inevitable reír luego de soledad.


Trabajo realizado en el Taller de Escritura del Prof. Adrián Cabral, teniendo como disparador la obra del pintor Edward Hopper -  título: Colinas, South Truro, 1930 – Hills, South Truro – Óleo sobre lienzo 69,5 x 109,5