La caverna
abovedada, tallada antiguamente a golpes irregulares, se halla en semipenumbra.
Apenas iluminada por cuatro velas de colores rojo y verde a los costados, con forma de pirámide, una azul con forma de
esfera y otra amarilla, de base gruesa, pero engrosándose en nudo en el centro
y terminando en una mecha negra. Todas en semicírculo.
En el centro
del semicírculo, un monje con el torso desnudo. Sentado de cuclillas sobre una
esterilla vegetal, sostiene entre sus manos un cuenco tosco, pero transparente,
pulido por el roce de dedos desde tiempos ancestrales que lo hicieron cristal,
motivados por la invocación de sentimientos, visiones, construcciones y
ambiciones humanas. Por el destino.
Llena el
cuenco con un líquido amarillo, espeso,
mientras un sonido mántrico va envolviendo la caverna, hermanando
silencios esenciales. Desde la pared de la caverna, frente al monje, un punto
blanco se enciende. Comienza a surgir y a brillar, como una pequeña estrella
encendida en la oscuridad de una muestra del universo, abriendo un nivel de
conciencia que escapa al atavío de la búsqueda de sentido.
A su costado
derecho, un cuenco contiene una sustancia barrosa, espesa. Extiende uno de sus
brazos y con los dedos recoge una parte de esa sustancia y la coloca en el
interior del cuenco transparente, con el líquido amarillo y espeso. Lejos de
oscurecerse, el líquido parece absorber la sustancia y se torna más brillante,
comenzando a surgir desde la base leves burbujas que buscan liberarse del líquido,
ya menos espeso.
De pronto, la
voz del monje se acopla al sonido del mantra y en contrapunto comienza a surgir
una energía cinética que acelera la danza de las burbujas, las cuales se
agrandan sin bullir. Cerrando los ojos, comienza a levantar el cuenco, mientras
de la luz brillante comienza a aumentar su densidad y se transforma en una
estrella rutilante, iluminando toda la caverna, en cuyas paredes se puede ahora
contemplar todos los colores de la naturaleza y su trascendencia, todos los
objetos posibles e imposibles, los universos capaces de contener hasta la nada.
De la
estrella de pronto surge un rayo lineal, que avanza poco a poco hacia el cuenco
transparente, hasta tocar el borde externo al del monje, quien comienza a bajar
el cuenco como si el rayo se lo indicara hasta ponerlo frente a sí. Colocado en un ángulo adecuado puede, al ir
abriendo los ojos, contemplar como el rayo va atravesando el cuenco e
iluminando todo su contenido: las burbujas dentro del líquido amarillo comienzan
a mezclarse y a dar lugar a una gama de colores que se expresan en arco iris.
Continúan en torbellino hasta amalgamarse y dar lugar a un color blanco, que
luego se transparenta. Es el momento en
que le es revelado y dado el don.
Iluminada la
caverna, el monje mira con detenimiento todo lo que a su alrededor se le ofrece.
Decide que no lo puede poseer. Que quiere ser poseído por el uno. Bebe el
contenido del cuenco despaciosamente,, mientras continúa con su mantra, siendo
ya el único sonido que hace nido en el lugar.
Al terminar,
comienza a pasar sus dedos en forma amorosa por la superficie del cuenco, secándolo,
haciéndose ancestro.