(relato)
Con actuada e indiferente naturalidad, Carmen se aproxima a las bestias,
acariciándolas. ¡Tan nerviosa!, sueña que sueña y no percibe en su actitud provocación
alguna. Va
posando sus manos graciosa y delicadamente, libando en su interior sensaciones desordenadas
de lujuria.
Se abre a lo profundo del placer
y se arrebata de excitación a pesar del miedo, del pánico. Miedo y pánico que
la sacuden de ese andar patético de diosa, de diva por el que sus admiradores
engolan su nombre, cuando la invocan. Porque
a ella no la llaman, la invocan. No la
aman, la adoran. Pero no siente nada. Solo que cada tanto se ahoga.
Vuelve a extender sus
brazos entre la bruma, buscando a tientas. Las bestias fascinadas, acompañan
sus gestos con danzas. Resoplan algunos, mueven otros sus cuerpos, sus
miembros. Expectantes. Aguardan la prometida desnudez que se demora.
Carmen duda. Da un leve
traspié y duda. Despertar del sueño. Disimula. Un paso de baile apenas
insinuado, se hace luego huida Las bestias van desvaneciéndose del sueño y la
rodean, en el ultimo intento. Insisten en la ronda de jugar el juego de siempre.
Majestuosa, hecha una
reina, Carmen se escapa. Al fin vuelve a regocijarse en el espacio-refugio de
sus pesadillas, en lo que fue, lo que
podría haber sido, en lo que no sabía que era.
Comprueba al fin que las
columnas que sostuvieron los techos de su templo, resisten. Que las nubes que
cubrían la decadencia desatada, resisten. Que los arbustos y árboles que ya no
dan frutos, resisten.
Todos dan cobijo a las golondrinas
de su pensamiento, con el que sigue buscando si la vida ya fue o si está
latente, y dice: te aguardo vida mía, sigo burlando a la muerte.