(relato breve, muy breve)
Dejas de escribir. Amanece y un suspiro de viento sacude
los cortinados del ventanal. Olores. El albor tiñe el prado, la campiña. Sin
color, movimientos, rumores, balidos, ladridos. Sin voces de pastores, sin
rebaños. Caos del final.
Miras cansado por tanta deshora la hoja, donde se seca la
tinta del ritual de tu última canción. En ella el tiempo corre cifrado, en
alguna de sus letras, pero se esconde de ti.
Sales de tu habitación. Transitas la media mañana
hacia la cocina. Ningún movimiento de sirvientes.
Solo el ahora silbido del viento. Ladridos lejanos. Jauría de perros atacando, los
imaginas desgarrando carne viva.
Encontrás un morral de pastor colgando al lado de la
puerta del establo. Hurgas en su interior y le disputas a unas cucarachas un
pedazo de pan. Ácido hambre.
El mediodía te encuentra caminando hacia Florencia. Un
sembradío de maíz abandonado. Te acercas y tomas unas mazorcas que comenzás a
comer. A tu alrededor, un mundo derrumbado te hace sentir libre de deuda,
aunque no de dudas. Tu paso es más aliviado.
En el atardecer llegas a los primeros caserones antes de
tu Florencia que hoy parece tan distinta. Las basuras, los cuerpos insepultos.
Recuerdas la conversación de borrachos donde escuchaste lo del paso del velo de
la muerte proveniente de oriente como castigo divino, cabalgando con la
crueldad de lo que no atiende ni se detiene en ceremonias de conjuros,
sortilegios ni rogativas, arrasando. Simplemente arrasando.
La muerte ante los ojos. Marcas debajo de axilas, en
ingles, prolongación en la piel en manto negro que al tercer día se cierra en
agonía, rompiendo la monotonía del hastío devenido estío. Cuerpos que supiste
amar.
Anochece y entras a Florencia. Vestido tu rostro con
lágrimas. Cantando las estrofas de tu última canción, cuyo mensaje cifrado ya
no intentas develar. Eres solo instrumento.
Quedas en el centro de la plaza. Comienzas tu canto en
las esquinas, los empedrados. Ya, en las ventanas se asoman cortinas agitadas
por el viento. Saludan tu entrada, mientras rostros parecen exhalar aliento cálido
por primera vez.
Algunas figuras completas aparecen en las veredas. Como
queriendo acercarse a ti, pero solo quedan escuchando tu canto. Algunos se
sientan. Todos con su rostro cubierto, sus cuerpos se agitan, como si un sentimiento
ajeno quisiera habitarlos.
Cae la noche. Ya no sientes hambre ni desamor.
Escuchan tu canto.